Humanismo cristiano y esperanza (y X).

En artículos anteriores, nos hemos referido, como contenido del humanismo cristiano, a la persona, a la comunidad, a la libertad, a la defensa de todos los derechos humanos, a la igualdad, a la democracia, a la condición de la política y los políticos, a la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) y a las virtudes del hombre humanista cristiano. En este artículo vamos a referirnos a la esperanza, como último de los elementos que lo integran.

Se ha dicho desde ámbitos de la investigación antropológica que la esperanza es el icono esencial de la condición humana. Es posible, pero yo prefiero pensar que, aunque no sea el signo decisivo y único, la esperanza sí es una realidad y una virtud que condiciona a la persona.

Para el humanismo cristiano, la esperanza en el más allá no es solo su seña de identidad, su ADN, es también la respuesta coherente al hecho inevitable de la muerte y a la dramática y angustiosa alternativa de la nada después de ella. Es un signo de esperanza, no solo un acto de fe, como rasgo específico de la condición humana. Y es una prueba de libertad porque el ansia de inmortalidad implica saber prescindir de las ataduras terrenales. El más allá es un reto para los hombres y mujeres verdaderamente libres.

Por eso, para el humanismo cristiano, la esperanza tiene un significado trascendente, como ya hemos dicho, la esperanza en el más allá, en la salvación eterna que, aunque esperanza teologal, no por ello desplaza o excluye las esperanzas humanas o de esta tierra. Ambas, no solamente conviven, sino que estas últimas, las terrenas, se ven fortalecidas e iluminadas por aquella, la gran esperanza.

La esperanza no es una actitud vacía, sino que es un poderoso instrumento frente a los problemas y dificultades de la vida, frente al dolor y las enfermedades, frente a las incertidumbres y los desconciertos. Por eso, en la actitud humanista de la esperanza va incluido, como contenido propio, tanto la voluntad para luchar contra tales dificultades, como el deseo de ser ayudado y apoyado por los demás. Cuando hacemos todo lo posible, todo lo que está en nuestras manos, estamos ejerciendo la actitud de la esperanza.

Lo anterior explica que el humanismo considere la esperanza como una actitud necesaria. En una comunidad social, debidamente estructurada, la esperanza del hombre debe partir del propio esfuerzo, y desarrollarse cuanto sea preciso, con la ayuda debida, es decir, la que corresponda en justicia, que incluye la solidaridad de los demás miembros de la misma comunidad.

El político, no está excluido de la actitud de la esperanza. Y no solo eso, el político puede encarnar perfectamente las condiciones que hemos propuesto para constituir su contenido. Ante todo, debe estar convencido de que puede alcanzar los fines y objetivos que se ha propuesto. Sin ese convencimiento su tarea sería un mero “dejar pasar”. Luego se encontrará innumerables dificultades en su tarea, desde las dificultades técnicas o financieras, o las que surgen de la incomprensión o la demagogia, hasta las críticas injustas o posiciones partidistas de los medios. Contra estas dificultades ha de enfrentarse con la esperanza de que no le impedirán estar convencido de que puede alcanzar los objetivos que se ha propuesto, y no va a renunciar a ellos.

La esperanza nos ayuda, amable lector, a avanzar por la vida, puede, incluso, que sin darnos cuenta. Pero si te paras un momento a reflexionar, en todo cuanto te propones, está implícita la esperanza de conseguirlo, que te obliga a poner los medios necesarios y a demandar, en su caso, la ayuda de los demás.

La esperanza no es un optimismo ingenuo, sino la certeza de que Dios actúa en nuestra historia, incluso en medio del dolor y la cruz.

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