El Estado moderno (II) (37)
En la anterior colaboración iniciamos una serie de artículos en los que pretendemos abordar las medidas que habría que tomar para “adelgazar” el Estado y transformarlo en un Estado moderno.
Las actitudes ante esta posibilidad han evolucionado desde el pensamiento liberal en el siglo XIX (“laissez faire, laissez pasaire”) hasta el consenso social-demócrata después de la 2ª guerra mundial, o las privatizaciones del Gobierno de la Señora Thatcher en los años 80, o las privatizaciones del primer Gobierno de Aznar en los años finales de los 90 (que alcanzaron el 10% del PIB). Son estas privatizaciones un claro ejemplo de adelgazamiento del sector público, para dar protagonismo al privado y fomentar el capitalismo popular. Dicho de otra manera, los millones de acciones que antes eran del Estado pasa a ser de millones de ciudadanos.
Los esfuerzos por reformar el Estado han sido siempre tímidos, porque los Gobiernos amplios y los niveles europeo, central, autonómico y local, forman parte del interés de los burócratas y de los políticos de izquierdas. Así mientras estos políticos anuncian más y más programas de ayudas sociales, que no llegan a aplicarse, los políticos de derechas demandan al Estado que haga más y más cosas sin subir los impuestos.
Los Gobiernos hiperdesarrollados, como el español, tienen dos problemas estructurales de muy difícil solución. Por un lado, la productividad, especialmente en educación y sanidad, que ha quedado muy por detrás de la del sector privado. Por otro, el que ha existido un importante incremento de “transferencias sociales” que han beneficiado a la población de más edad y a una clase media, que se ve ahora atacada desde todos los flancos.
Para reducir el peso del Estado, habría que reducir la oferta de las transferencias sociales que pueden ser asumidas por el sector privado. El ejemplo típico de esto último es el de las pensiones: puesto que el Estado no puede hacer frente al coste que supone, se deben incrementar los estímulos fiscales para los planes de pensiones privados, en vez de suprimirlos.
En cuanto al Poder Judicial, que hoy abordamos, no se trata tanto de adelgazarlo sino de mejorar su calidad. En colaboraciones anteriores (véase la 15 y la 32) nos hemos referido la cuestión de la independencia judicial y de su impunidad. No se trata de que un Juez no sea independiente cuando dicta una sentencia, que lo es, sino de que cuando esa sentencia tiene un contenido político o afecta a personajes públicos, entonces aflora el origen o la pertenencia de ese Juez o de ese Fiscal a las Asociaciones de distinto signo político de donde proceden. Por ejemplo, el distinto tratamiento que ha tenido Rodrigo Rato y el que tienen Chaves y Griñán en el caso de los ERES de Andalucía. En este punto tienen las de perder las derechas. Por eso terminábamos una de las colaboraciones arriba mencionadas diciendo que, si eres de derechas, Dios te libre de tener un problema con la Justicia. ¿Estamos aquí ante un caso real de venganza y de revancha?
Y la cuestión se comprende si se tiene en cuenta que son los partidos políticos los que proponen a los Magistrados del Tribunal Constitucional, a los Vocales del Consejo General del Poder Judicial y a los Magistrados del Tribunal Supremo, ya sea a través de las asociaciones políticas de jueces o fiscales, ya mediante un concurso previo de méritos, que carece de garantías si no se pertenece a alguna de tales asociaciones.
Mientras esto no cambie, no podremos decir que tenemos una Justicia independiente. Habría que empezar por suprimir las asociaciones (políticas) de jueces y fiscales. Solo pertenecen a ellas el 50% de la carrera, por lo que el otro 50% tiene escasas posibilidades de alcanzar aquellos puestos. Pero, amable lector, yo soy incapaz de sugerir la forma del cambio. Habría que atribuir la competencia para aquellos nombramientos a algún organismo independiente, que juzgue con objetividad los méritos de los candidatos, pero ¿hay en España algún organismo realmente independiente? (Continuará).