EL HUMANISMO RENACENTISTA SEGÚN JOSEPH PÉREZ

Joseph Pérez es un hispanista que conoce en profundidad la historia de España sobre la que ha publicado una rica bibliografía.

Recientemente ha publicado en la  Editorial GADIN, un libro titulado “Humanismo en el Renacimiento español”, Madrid 2013, en el que aborda el concepto de humanismo como espíritu crítico que trata de someter a examen las ideas establecidas; la relación entre España y el Renacimiento italiano; el papel de las Universidades españolas en esta época; los cambios sociales que se producen; la difícil convivencia entre cristianos, judíos moros; y el papel jugado por los grandes humanistas españoles como Nebrija, Cisneros, Luis Vives o Fray Luís de León.

Exponemos a continuación un resumen de la primera parte del libro referida al concepto del humanismo según su autor.

El autor pone en duda de que en nuestros días se sepa lo que fue el huma­nismo y lo que pretendían hacer los humanistas. Hoy casi no se atreve uno a emplear estas palabras tan traí­das y llevadas que han perdido toda su sustancia y se usan indiscriminadamente sin que nadie parezca recordar su prístina significación.

Sin embargo, a finales de la Edad Medra y a principios de la Moderna, aquellas palabras sí que representaban algo vivo; eran sinónimas de militancia y de compromiso, de lucha por «debelar la barbarie» -como decía Nebrija- y propugnar la to­lerancia. Por eso se consideraba a los humanistas como personas subversivas.

Para saber que es el humanismo considera que lo más indicado es vol­verse hacia los mismos humanistas, hacia los autores que, a finales de la Edad Media, trataron de explicar lo que estaban haciendo y el espíritu con que lo hacían.

Ellos declararon cultivar lo que llamaban “letras de humanidad” (en latín “humaniores litterae” y en castellano “letras humanas”). Es decir, no la literatura sino el saber en su totalidad. Las “letras” que cultivan los humanistas son conocimientos científicos, que son más humanas (humaniores) que otras, y se distinguen de las “letras sagradas”, de la teología. Así la ciencia se emancipa de la religión aunque no se opone a ella.

Pero ¿qué clase de ciencia cultivan? Los primeros que hubo en Italia, en el siglo xv, se dedicaron a editar textos de los autores de la Antigüedad grecorromana, acudiendo a los mejores manuscritos, siempre que los había, corrigiendo los errores, las omisiones o las adiciones que el descuido de los copistas había venido acu­mulando. Una vez el texto restablecido cuidadosamente en su pureza original, los humanistas procuran interpretarle correctamente, fundándose en un conoci­miento riguroso de la gramática y del vocabulario de las lenguas clásicas (hebreo, griego, latín y también de la geografía, historia, instituciones, religión, etc., de las civilizaciones antiguas.

El humanismo es esencialmente crítica tex­tual, desde luego, pero también espíritu crítico: se trata de someter a examen todas las ideas establecidas que los doctores de toda clase, los expertos encerrados en su es­pecialidad, presentan al público como otros tantos dog­mas que habría que acatar sin discusión. El argumento de autoridad no sirve: el científico tiene la obligación de someter a discusión sus teorías.

En 1520, el doctor Juan de Celaya, rector de la universidad de Valencia, «hombre tiesamente orto­doxo», a juicio de Joan Fuster, solía atacar al humanista holandés Erasmo como hereje y gramático; hereje por gramático, probablemente. En el siglo XVI, los expertos eran los doctores escolásticos; hoy estos expertos serían todos los especialistas que, atrincherados detrás de un saber técnico, pretenden poseer la verdad e imponer su dictamen a una opinión pública que consideran inca­paz de entender los problemas porque no se toman la molestia de dar las explicaciones necesarias en un len­guaje apropiado. La reacción de los humanistas es siem­pre idéntica: quieren examinar, someter a crítica y dis­cusión unas teorías que tienen implicaciones y consecuencias de singular actualidad para los mortales.

Lo primero de todo, lo que exi­gen los humanistas de los  doctores es que no traten de escudarse detrás de un lenguaje esotérico, una jerigonza inaccesible, no digo solo al común de los mortales, sino al hombre medianamente culto.

Esta ha sido desde un principio la preocupación do­minante del humanismo: decir cosas fundamentales y decirlas de tal forma que todos las puedan entender, en una lengua clara, bella y elegante. En esto se opone otra vez al escolasticismo de los doctores, que se ocupan de  plantear cuestiones vanas y las exponen en una jerigonza de mal gusto, plagada de barbarismos y tecnicismos, lo que Juan de Valdés, en los años 1530, llamaba «sofisterías y bachillerías», lo que podríamos traducir hoy por pedantería y terrorismo intelectual

Los humanistas han sabido exponer ideas y polé­micas en un estilo elegante, muy alejado del abstruso lenguaje escolástico. Gran lección para nuestro tiempo, en el que los expertos parecen poner especial empeño en desanimar al lector no especializado. Hoy la economía y la misma política se han convertido en cosas de profesionales y de expertos que nos dicen que ellos saben más que el común de los ciu­dadanos; estos están invitados a elegir de vez en cuando a los políticos, pero inmediatamente después del voto se les considera incapaces de entender lo que pasa en el mundo; los expertos no se dignan explicarles lo que pasa; se limitan a esgrimir frases hueras y abstractas: los mercados, la crisis, la globalización … , pero ¿cómo fun­cionan los mercados, cómo nacen las crisis, cómo in­terviene la globalización? A estas preguntas los exper­tos no dan ninguna respuesta, probablemente porque opinan que el pueblo llano no puede entender aquellas cosas.

Ortega y Gasset opinaba que “en España no había  habido de verdad Renacimiento ni, por lo tanto, sub­versión”. En realidad, España sí participó de aquella evolución cultural. N o podía ser de otra manera. Italia fue la cuna del Renacimiento y conviene recordar que la presencia española en Italia no conoció interrupción alguna desde el siglo XIII hasta el XVIII. ¿Cómo hubie­ran podido los españoles desentenderse de lo que es­taba ocurriendo ante sus ojos? Bastará recordar las grandes líneas de aquellas relaciones políticas, económicas y culturales que empieza muy temprano con la creación del Colegio de los Españoles en Bolonia, y que, a partir del siglo XIII, conocen un desarrollo intenso como consecuencia de la política mediterránea de la Corona de Aragón. Caen sucesivamente bajo la confederación catalano-aragonesa Sicilia, Cerdeña y parte de Grecia. Y el Reino de Nápoles que había conquistado Alfonso el Magnánimo se convierte en territorio asociado a la Corona de Aragón a principios del siglo XVI

Las formas renacentistas pasan también a Castilla gracias al mecenazgo de reyes, prelados y magnates. Cierto diletantismo contribuye al éxito del humanismo en las cortes señoriales.

El huma­nismo no se reduce, en efecto, a un simple movimiento intelectual; como en Italia, es también cierta «dulzura en el hablar, la nobleza de costumbres, el refinamiento de modales»; es «una manera de comer, sí, como fue una manera de divertirse, de amar, de hacer la guerra, el arte o la literatura». Se comprende así la afición por las be­llas letras del primer marqués de Santillana, Íñigo López de Mendoza (1398-1458), que se jactaba de haber sido el primero en difundir en España la Eneida de Virgilio, las Metamorfosis de Ovidio y las Tragedias de Séneca. Se pone de moda tener en su corte un maes­tro de humanidades, a ser posible italiano. El almirante Enríquez se lleva consigo a Lucio Marineo Sículo; el conde de Tendilla, Íñigo López de Mendoza, vuelve de su embajada de Roma, en 1487, con Pedro Mártir de Anglería. Ambos humanistas acabarán siendo «maes­tros de los caballeros de la corte [real] en las artes libe­rales». Los magnates se construyen ricas bibliotecas en las que ocupan un lugar destacado las obras de los gran­des autores de la Antigüedad.

Las bellas artes no se quedan atrás en aquella adopción aristocrática de los modelos renacentistas, a veces combinadas con influencias flamencas o tradiciones locales (el arte mudéjar), pero no siempre. Si añadimos a todas aque­llas manifestaciones la labor menos espectacular, pero no por ello menos eficaz, de los eruditos y, sobre todo, del primero de ellos, Antonio de Nebrija, tendremos que concluir que el humanismo estaba bien implantado en España ya a principios del siglo XVI, antes de que se conocieran las ideas del holandés Erasmo.

La sociedad renacentista se caracteriza por tres circunstancias que no siempre se ha valorado exactamente: es una sociedad predominantemente aristocrática; es una sociedad en las que las preocupaciones religiosas conservan mucha importancia; y es una sociedad en que la técnica tiene un lugar muy destacado.

El evangelismo de Erasmo encontró en España un terreno abonado por las iniciativas y las reformas de Cisneros. Este había puesto al servicio de la reforma del clero y de la espiritualidad la autoridad que le daban sus cargos oficiales. La fama de humanista de que gozaba Erasmo le mereció la estimación de los círculos univer­sitarios. En 1520 se traduce al castellano una primera obra de Erasmo, la Querela pacis. Por las mismas fechas la corte de Carlos V se traslada a Alemania; forma parte de ella Alfonso de Valdés, secretario del Gran Canciller Gattinara. Entonces es cuando se produce la coyuntura favorable para la fortuna española de Erasmo con la coincidencia de unas posiciones políticas -las de la corte imperial a favor de una reforma religiosa que pre­servara la unidad de la Cristiandad – y las preocupa­ciones de ciertos grupos castellanos, convencidos de la necesidad de llegar a unas formas de vida religiosa más auténticas y conformes con el Evangelio, más críticas también con la ideología tradicional

En este contexto se desarrolla o mejor del huma­nismo español del siglo XVI. En Alcalá, en Valladolid, en Salamanca, en Toledo… , se educan los hombres que van a difundir los temas cen­trales del humanismo y renovar al mismo tiempo el am­biente intelectual de España: la crítica de la nobleza de sangre -es el tema del debate de las armas y las letras, ¿ a quién le corresponde ejercer el poder en una socie­dad estamental, al hombre de capa y espada o al letrado, experto en derecho?-; o la difícil convivencia entre cris­tianos, moros y judíos.

En la España de los Reyes Ca­tólicos, La Celestina señala la presencia de unas inquie­tudes religiosas -las nacidas del contexto polémico entre cristianos y judíos-, inquietudes que, mucho más tarde, darán sus frutos tardíos en la filosofía de Spinoza, hijo de judíos exiliados. Otras formas de la misma sen­sibilidad aparecen en conversos que viven fuera de Es­paña, como Luis Vives, o que se han integrado en la so­ciedad castellana, como fray Luis de León; la problemática surgida del contacto con los moros del interior -los mo­riscos de Valencia y de Granada- y los moros de fuera –los turcos y sus aliados los corsarios berberiscos- permite al autor anónimo del “Viaje a Turquía”, soñar con una España tolerante como hiciera también Fray Luis de León. El humanismo en la España del XVI fue mucho más que un vocablo abstracto y huero, fue una fuerza intelectual del más alto nivel.

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