LA APARICIÓN DEL HUMANISMO EN LA ANTIGUA ATENAS

Desde el comienzo del pensamiento político griego, se aplicó la idea fundamental de “armonía” y “proporcionalidad”. Armonía de una vida compartida en común por todos los miembros del Estado; armonía o equilibrio entre ricos y pobres, en la que cada parte recibía lo justo; armonía y proporción en la concepción de la belleza y la moral; armonía y proporción, o si se prefiere “la justicia”, como uno de los principios en los primeros intentos de formular una teoría del mundo físico; como principio básico en la música, en la medicina, en la física, y en la política.

La idea de la armonía y la proporcionalidad era una idea fundamental tanto como propiedad de la naturaleza en general, cuanto propiedad razonable de la naturaleza humana. Sin embargo, el primer desarrollo del principio se produjo en la filosofía de la naturaleza, lo que significaba que los detalles de los acontecimientos y objetos particulares que constituyen el mundo físico, se explicaban sobre la hipótesis de que eran variaciones de una sustancia subyacente que, en esencia, permanecía siempre la misma. Esta concepción culminó, a fines del siglo V a.C., con la formulación de la teoría atómica, según la cual, los átomos inmutables producen, mediante diversas combinaciones, toda la variedad de objetos que contiene el mundo.

Pero a mediados de ese mismo siglo V, comenzó a producirse en Atenas un cambio hacia los estudios humanistas, como la gramática, la música, la retórica, la oratoria. Las razones de este cambio fueron el desarrollo de la riqueza, la creciente urbanización de la vida y el sentimiento de la necesidad de un nivel superior de educación, especialmente en aquellas ramas, como la oratoria, que tenía relación directa con el éxito de la cerrera política.

Sin embargo, si el objeto del nuevo humanismo era apartarse por entero de los modos de pensar seguidos por la antigua filosofía física, su fracaso fue total, porque lo que provocó fue un nuevo interés y una nueva dirección a la filosofía. Así, mientras los filósofos anteriores habían llegado gradualmente a concebir la explicación física como el descubrimiento de realidades físicas e inmutables, y sus modificaciones como los cambios que aparecen en la superficie de las cosas concretas, los griegos del siglo V a.C. se había familiarizado con la variedad y el flujo de las costumbres humanas en los diversos pueblos, y buscaron una “naturaleza” o principio permanente que redujera las diferencias y apariencias a una regularidad, a una “ley de la naturaleza” eterna en medio de las infinitas modificaciones de la circunstancia humana.

En consecuencia, el incipiente humanismo griego, la filosofía política y la ética griegas continuaron el camino que había iniciado la filosofía de la naturaleza, buscando la permanencia en medio del cambio, y la unidad en medio de la multiplicidad. La cuestión era determinar la forma que debería tomar ese elemento permanente de la vida humana, en qué consistía ese meollo inmutable de la naturaleza humana común a todos los hombres, cuáles eran los principios permanentes de las relaciones humanas, cual era el concepto de lo natural. Se ofrecieron muchas soluciones que dependían precisamente de cómo se entendiese este concepto, aunque todos estaban de acuerdo en que había algo natural, es decir, que existe una ley que, de ser formulada y comprendida, explicaría el porqué los hombres obran como la hacen y porqué creen que unos modos de obrar son honorables y buenos y otros bajos y malos.

Cicerón: el hombre, según los estoicos, debía vivir de acuerdo con la naturaleza, y la naturaleza tenía un código de leyes que el filósofo podía aspirar a conocer.

La virtud une al hombre con Dios y de ello se deduce que todos los seres humanos, incluso los más humildes, son valiosos, y este vínculo hermana al hombre con el hombre, independientemente de su estado, condición o raza. Por “humánitas” no se entiende solamente humanismo, sino también tolerancia, artes liberales, y la educación.

V. George Sabine: “Historia de la Teoría Política”. Fondo de Cultura Económica, 1990, pag.31 y ss.

Ir arriba