La virtud en la sociedad de nuestros días

Ya desde tiempos de la filosofía griega (siglo V antes de Cristo) se consideraba que la virtud era lo que hacía felices a los hombres. ¿En qué consistía esa virtud? Sócrates sostiene que la virtud del hombre es lo que hace que el alma sea como debe ser de acuerdo con su naturaleza, es la ciencia o el conocimiento. El vicio es la ignorancia.

En tiempos más recientes de 1987, el Papa San Juan Pablo II, habló de una constelación de virtudes como “laboriosidad, competencia, orden, honestidad, iniciativa, frugalidad, ahorro, espíritu de servicio; cumplimiento de la palabra empeñada, audacia; en suma, amor al trabajo bien hecho”. A ello podría añadirse capacidad de sacrificio, decir la verdad, cumplir con la palabra dada, no cambiar de opinión cuando cambian las circunstancias, luchar por el bien común, responsabilidad, y la confianza razonable en las propias posibilidades para crear una familia, ganarse el sustento y convertirse en un ciudadano seguro de sí mismo e independiente.

Y la cuestión sobre la que queremos meditar hoy es si en las sociedades de nuestros días, y concretamente en la sociedad española, se sigue creyendo que la felicidad consiste en ser virtuosos. Porque, con frecuencia achacamos a nuestros políticos la falta de virtudes, pero ¿ese reproche no debe achacarse también a la sociedad en su conjunto?

Ante todo, deberá determinarse cuando una sociedad es virtuosa. Y la respuesta es clara: cuando respeta los derechos humanos; cuando garantiza la libertad y la solidaridad; cuando se respetan los resultados electorales; cuando se protege la vida de las personas desde el momento de su concepción; cuando se garantiza la democracia, esto es, la separación de poderes, el estado de Derecho y la alternancia en el poder; y cuando se respeta al adversario y a las minorías.

Para el humanismo resulta evidente que una sociedad que cumple las anteriores condiciones es una sociedad virtuosa y que progresará (progresista) material y económicamente. El mismo San Juan Pablo II añadió a su constelación de virtudes: “ningún sistema o estructura social puede resolver, como por arte de magia, el problema de la pobreza al margen de estas virtudes”.

¿Es esto aplicable a la sociedad española? Hagamos un breve inventario: no se respetan los derechos humanos de algunas minorías, como los emigrantes; no hay solidaridad entre las regiones de España, como la existencia de privilegios en el País Vasco, Navarra y ahora en Cataluña; no se respeta el derecho a la vida desde su concepción; no hay separación de poderes (basta mirar la composición del Tribunal Constitucional o el sistema de designación de Magistrados del Tribunal Supremo); no se respeta el Estado de Derecho (como, por ejemplo, en la Ley de Amnistía); no se respeta al adversario político; y se promueve la dependencia del estado del bienestar, haciéndonos creer que sin su benéfica ayuda no podríamos subsistir.

Resulta evidente que la sociedad española no es una sociedad virtuosa.

Y la segunda cuestión es determinar las consecuencias de esta situación. Y la respuesta también es clara: no progresamos (por mucho que algunos se llenen la boca con el progresismo) ni material, ni económica, ni espiritualmente; no resolvemos el problema de la pobreza; carecemos de sentido de pertenencia a una nación aceptada por todos; y no resolvemos los problemas territoriales en algunas regiones de España. Y ello es así, por muchas medallas que se hallan ganado en los Juegos Olímpicos de París.

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